A veces, no es él


Desperté y estaba frente al televisor, la luz estaba encendida y escuché cómo la puerta de la habitación contigua se abría. Rápidamente me acomodé en la cama y agudicé el oído para tratar de escuchar mejor…

Mi hijo había comenzado a actuar de forma extraña, comenzaba a ser más retraído, pasaba más tiempo en su habitación y ya casi no hablaba conmigo.

Sin embargo, no estaba preocupada, tengo muchas amigas a las cuales les ha pasado lo mismo y según me cuentan, la etapa pasa y los niños emergen como mariposas del capullo, así que decidí no reprimirlo y dejar que encontrara su camino, a su forma.

Su padre y yo, hace mucho no teníamos relación alguna. La verdad es que tampoco me hacía falta. Con mi hijo era más que suficiente. No lo necesitaba, para nada. De vez en cuando aparecía en la casa para ver al niño o llevarlo a pasear. Nunca me opuse, pues a pesar de todo, mi hijo adoraba a su padre y no quería que sufriera. Solo quería que fuera feliz y no tuviera que preocuparse por nada más que sus estudios.

Esa noche, sin embargo, todo parecía… distinto.

Los pasos no eran torpes ni ruidosos, como cuando mi hijo caminaba descalzo hacia la cocina. No, estos pasos eran pausados, medidos, como si cada pisada fuera deliberada.

Me incorporé lentamente, como si cualquier movimiento brusco pudiera romper algo invisible en el ambiente. Sentía un peso en el pecho, un presentimiento sordo que me advertía que no debía salir de la habitación. Pero la incertidumbre (esa necesidad incómoda de saber) terminó por arrastrarme. Me asomé al pasillo, y allí estaba él: mi hijo, inmóvil, en medio de la penumbra. Estaba de pie, con los brazos a los costados, la cabeza gacha, como si observara algo en el suelo. Permanecía en silencio. Ni un gesto. Ni un parpadeo. Solo esa quietud que no parecía suya.

—¿No puedes dormir? —pregunté.

No respondió.

Di un paso más y noté que sus labios se movían, pero no emitía sonido. Era como si hablara para sí, o como si… estuviera repitiendo algo.

—¿Qué dices?

Entonces levantó la mirada y sus ojos, aunque eran los de siempre, parecían… otros. Había algo opaco en su expresión. Dijo apenas en un susurro:

Tú no estás escuchando bien.

Y volvió a su habitación, cerrando la puerta con suavidad.

Desde entonces, cada noche, a la misma hora, a las 3:12 a.m., los pasos regresaban, siempre iguales. Me asomaba y ahí estaba él, inmóvil, cabeza gacha.

Una noche decidí grabarlo. Pero al reproducir el video, el pasillo estaba vacío. Solo silencio, levanté la vista y volví a mirar hacia el pasillo. Él ya no estaba, Y algo me decía que, esta vez, si abría su puerta… no sabría con certeza qué, o quién, iba a encontrar del otro lado.

La noche siguiente me armé de valor. Abrí la puerta de su cuarto. Lo encontré dormido, respirando con calma, Pero, al volver al pasillo… la figura seguía ahí. Y esta vez, me estaba mirando. No supe cuánto tiempo estuve allí, atrapada entre esas dos imágenes imposibles.

Corrí de nuevo a su cuarto. Él seguía dormido. Con su cicatriz en la ceja. Con su respiración suave. Con su brazo fuera de la manta, como siempre.

Un día, mientras veíamos una película que solía encantarle, le hice una pregunta simple:

—¿Cómo se llamaba el perro?

¿Cuál perro?

—El del protagonista. El que muere. Siempre llorabas con esa parte.

No tenía perro —respondió. Tranquilo. Seguro.

Sentí una gran inquietud, le dije que iba al baño, me levanté y fui a su cuarto.

Allí estaba él. Dormido.

Volví a la sala.

Estaba vacía.

Esa noche, cuando me acerqué demasiado a la figura del pasillo, escuché un susurro. No fue voz. 

Fue certeza.

Él ya se fue.

Tomé una decisión. A la mañana siguiente preparé su desayuno favorito.

—Hoy iremos a casa de tu padre —le dije.

No discutió.

Al llegar, su padre nos recibió sorprendido.

—¿Está todo bien?

—Sí —mentí—. Solo unos días. Para que pase tiempo contigo.

Mi hijo, o quien fuera en ese momento, me miró desde la puerta.

¿Y tú?

—Volveré pronto.

Y lo abracé. Lo abracé con fuerza, como si fuera la última vez, porque, en el fondo, sabía que lo era.

Ahora la casa está en silencio.

Ya no hay pasos a las 3:12.

Ya no hay sombras en el pasillo.

Ya no hay reflejos donde no deben estar.

Pero a veces, al pasar frente a su habitación vacía, tengo la absurda sensación de que yo también dejé algo allí.

Y en las noches más calladas, cuando todo parece en calma, escucho una voz pequeña desde la oscuridad que me dice:

Tú no lo dejaste.

Él te dejó a ti.


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